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Capitulo 18

[Esperanza]

Mi hermana Eugenia Chappory y su marido, Emiliano R. Marchena, decidieron viajar a Alemania, en 1937, con sus hijos Manuel y Luis M. Nada era extraño en ese viaje a no ser por las fechas que eligieron y lo impropio de ir a pasar unos días de fiesta en la antesala de la gran guerra y en medio de un régimen nazi que provocaría millones de muertos.

Eugenia viajaba con el pasaporte inglés y sus hijos con el español, lo comento porque en España estaba habiendo una guerra civil, con «civil» me refiero a que no era entre militares solamente sino también entre la población civil, y como no hablo de política sino de hechos históricos vividos por mí y mi familia, no sigo con el tema, solo describo que en la película con la que Enrique ilustra esa narración se ven unos desfiles que nunca debían de haber tenido lugar.

¿Qué pensaban los tangerinos de esa época? Sabemos cómo se vivía en Tánger, pero no podemos adentrarnos en los cerebros de ellos/nosotros, solo podemos leer los periódicos de esos años y guiarnos por la educación que aquellas gentes transmitieron a sus hijos y a sus nietos, que en ningún caso era de confrontación, y mucho menos de odio.

En la película se ve cuando mi hermana y sus hijos suben al barco en Tánger, me encanta ver cómo se vestía en esos años; los sombreros, indispensables no solo para el verano; las prisas de mi hermana para subir al barco; la forma de subir las escaleras que tuvo hasta muy entrada en años, es decir, corriendo, no fuese a perder el barco, o el segundo piso en Villa Eugenia.

[Enrique]

Como hoy es mi cumpleaños, voy a contar lo que para mí eran mis cumpleaños y los de mis primos, con los que me crié hasta los quince años. Los regalos eran importantes, no lo voy a negar, de hecho me acuerdo de mi rifle winchester que disparaba ruido, solo ruido pero que parecía que salía la bala para matar a los malos; vete tú a saber quienes eran los malos para mí. No puedo olvidar mi bambi, no hablaba, pero yo sí le hablaba y le decía lo que tenía que hacer: y el tren eléctrico, que también hacía ruido pero melodioso y con tempo. Cómo no acordarme de mi disfraz de «cowboy» con su correspondiente sombrero, que si mal no recuerdo me quedaba grande; mis primeras gafas de sol, que eran de cristal morado y me encantaba ver todo y a todos de color morado; creo que tuve sueños morados todo el verano. Calcetines a pares; también la primera corbata, que siendo niño llevaba con orgullo; bueno, también la llevaba para ir al colegio; los zapatos en una tienda en Madrid que se llamaba Marquitos; mis primeros pantalones largos, a los que me quedaba mirando como si de pronto me hubiera hecho mayor. Nunca me regalaron un reloj, y si fue así no me acuerdo, pues algo así no lo olvidaría… En fin los regalos y las fiestas eran parte de nuestra niñez, y nunca entendí lo de apagar las velas.

Hoy las apagué por videoconferencia con mis nietos (de tres años y un año), ellos en Israel y yo en Mallorca. Fue una rara sensación, pero muy agradable: mis nietos, que viven en Israel, soplaban la vela en la tarta que su abuela Lili Sancho Levy había preparado como sorpresa para mí. Solo había una vela, que representaba la del año que viene, y mi nieta Ofir, de solo un año y medio, la despidió con sus manitas mientras su hermano Itamar soplaba con tanta fuerza que sentí su soplo a pesar de los tres mil kilómetros que nos separaban. Como ellos han nacido con un “Internet” debajo de brazo no notaron el gran beso que les mandé, o quizás sí…

Por cierto, no guardo el winchester, así que le pediré a Alberto (asesor lingüístico de esta novela) que en su paseo de los domingos en el Rastro de Madrid me encuentre el rifle. Y antes de comprarlo me conectaré por vídeo para comprobar que es el mío. Gracias Alberto Gómez Font (no se tu tercer apellido pero me imagino que también combinará a la perfección con tu gran bigote).

Las niñas con las niñas

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Esperando al pajarito

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